jueves, 18 de junio de 2009

metete el derby suavemente en el orto

No saber cuando retirar o bajar las armas más que cruel es vulgar.
A la vulgaridad generalmente, o la esquivo o me es indiferente.
Unas muy pocas veces me desilusiona.
El amor duele, pero es el mejor juego que conozco.
Cuando sea grande voy a morir de amor.
El whisky amorata las mejillas, aumenta la papada, pero no mata.
Ahora te toca a vos. ¿Caíste en la vulgaridad?: Retrocedé dos casilleros.
Esto es un juego mejor que el Ajedrez, mejor que el Paint ball, peor que el TEG.
Ya sé que pierdo, caí en "fallido" y tuve que volver a empezar, pero doy batalla hasta el final. No huyo. ¡Tirá, mierda!

martes, 9 de junio de 2009

soltáme

-¡Soltáme!- dijo severa, terminante, como si él estuviera a punto de forzarla. Él aflojó un poco, sorprendido, ya que no notaba en su abrazo más que una ternura post coital, y entonces volvió a apretar con más fuerza. Ella repitió con un tono tan calmo como amenazante: -¡soltáme!- El tono de ella lo hería. El quiso pelear con la fuerza de su abrazo, o más bien resistir, pero luego de dos segundos se rindió: el tono y la mirada de ella eran imbatibles. Se sentó sobre la cama, la vista perdida; buscó su calzoncillo estirando un brazo bajo las sábanas y se puso las medias. Quiso apurarse, pero su lentitud era irrevocable. Luego de las medias, incluso hizo una pausa. Ella se puso la bombacha con aire triunfal. El semen le corría por la entrepierna; de pie sobre la cama, le daba su espalda a él. Parecía mirar la luz que entraba por la ventana, pero pronto desapareció de un salto. Él terminó de vestirse; una nueva pausa al ponerse de pie. Finalmente caminó hacia el baño. Salieron a la calle, mantuvieron sus silencios. Era domingo a la mañana. Él se anticipó al canillita y pidió dos diarios iguales. Le molestaba lo absurdo de la negociación. Su propia existencia le resultaba absurda y le molestaba. Estaba envuelto en un laberinto de absurdidad. Para ella en cambio, eran todos signos de la pasión. Una pasión que, sin embargo, siempre pasaba por los filtros de su mente. Una pasión que siempre requería motivos...
Y era esto lo que los volvía incompatibles.

miércoles, 3 de junio de 2009

cameron highlands

Las mañanas son despejadas, o con pocas nubes en el cielo; el pasto donde se ubican las mesas para el desayuno está húmedo. Y las mañanas despejadas, además son frescas, aptas para duchas de agua caliente: uno de los temas de conversación preferidos por los viajeros, quienes gustan levantarse de sus camas de buena hora, tal vez para tomar esas duchas o ese desayuno, tal vez para simplemente contemplar el paisaje, consecuencia de un clima tropical que no lo parece, si por clima tropical entienden esa sensación de pesadez que vienen arrastrando durante los últimos dos, ocho, catorce meses según el caso, pero siempre cantidad de meses pares. Es entonces un llamado de la melancolía que los despierta tan temprano a evocar frescas mañanas primaverales de sus lugares de origen que en todos los casos se encuentra lo suficientemente alejado de los trópicos como para que la evocación suceda en mañanas frescas como éstas.
Y planean en el transcurso del desayuno, por cuál camino de la selva se internarán; o dibujan extraños dibujos. Restan importancia a las diferencias entre ingleses y escoceses. Y leen a Dickens o a Stevenson. Juegan al ping pong, o eligen un DVD para ver luego de su caminata por la así llamada selva.

Una vez en la selva a la cual no se aconseja ir sólo, todo es diferente, el silencio es diferente, la luz se densifica y promete humedecerse, se oyen ruidos de cascadas que se mezclan con ruidos de arroyos y con los ruidos de algunas viajeras orinando que aunque no prometan humedecerse están húmedas, y se cuelgan de otros como de lianas, comenzando así el rito de invocación a John Newton, el único colono que se perdió en alguna parte de esta misma selva en 1928. El rito continúa con escupitajos en las caras y profundos lengüetazos en las orejas de cada uno de los presentes, hasta que finalmente el colono John se aparezca allá en la altura, dentro de la figura de un bellísimo cuerpo de mujer, cubierto casi en su totalidad de un vello color verde musgo en obvia mimetización con el lugar y riendo morbosamente, mientras se desliza o flota con estilo felino entre las copas de los árboles. Y su risa es una invitación a unirse a él o ahora ella. Pero los viajeros saben diferenciar por el tono, que se trata más bien de un desafío, una provocación, de quien en realidad prefiere ser alabado o invocado en ritos de fluidos. Sólo una de las viajeras se ve seducida por el hechizo e intenta desplegar sus alas traslúcidas de esperma y saliva, para comenzar así su incontrolado ascenso hacia la sensual mujer selvática, pero es detenida a tiempo por otros dos más atentos.
Entonces John despliega bien abiertas sus increíbles piernas, intensifica la lluvia que nubla la vista de los viajeros y desaparece dejando sólo perceptible un lejano eco de su risa.

Al atardecer los viajeros toman duchas de agua caliente. Bajan a buscar comida al pueblo, de donde traen además botellas de vino australiano. Hablan del buceo en el mar Rojo y del mágico viento en los Himalayas. Y leen a Mellville o a Wernicke. O simplemente beben el vino mientras juegan a las cartas.