martes, 9 de febrero de 2010

una madreselva

Sentir a Federico dentro de mí y mostrarle mi música, lo nuevo. Perdurar hasta que llegue con sus cuartos de tono de antaño. ¡Ay qué morisca! Cruzar el canal. Dicen que no seremos perseguidos del otro lado. Un planeta arde. No corran, bailen. ¿Se oyen ritmos desesperados? No, oye más allá: las melodías que vienen del fuego. Subir la montaña hasta las heridas, hasta los tajos en las piernas. No, no medites. Sigue subiendo. Algo, una orilla, un cactus. Una madreselva. Tango no, que me suena a marca este folclor. Sí, tanto descontento. Una droga más dura. Algo que astille los pensamientos. Soy culpable. Una revolución para imponer el odio. Odio. Y lloro lágrimas con bilis. Paradójicamente amo hasta lo que no puedo amar, lo adorable junto al fuego, la moto al costado del camino, un culo gordo y blanco y hermoso. Lo amo a destiempo. Lo amo en mi rechazo. Lo que se va. Lo que me voy. Lo vuelvo piedra. No sé a qué droga hacerle caso. La que me pierde en los codos de Clarice hasta convertirme en caballo. Mirarla como caballo, casi me gustaría decir leerla como caballo. Pero ella me dirá que no, que sólo le erice la crin. Y que cuando la busque por la selva, que no deje de silbar. Que no deje a la cobra arruinar mi paseo, que la deje picarme. Que me ande descalzo. Nomás.