domingo, 22 de agosto de 2010

show

Una mujer saluda desde un carrusel, un loco carrusel salido de un sueño. No gira, avanza; o como La Tierra: rotación y traslación por las inmensurables pampas en barbecho. La mujer sonríe y con la boca cerrada parece decir: “no hay titiritero, no existe tal cosa”. El Yo es una piedra, o un árbol.
Marginados pero no marginales, como el resto, buscan plata para comer para drogarse, para tener. Para mantener el miedo burgués. Marginados pero no marginales: Somos todos partes de lo mismo. Y la vida no pasa, siempre hubo mañana.
La representación, ah… la representación, admite lecturas tan novedosas, tan tergiversadas más bien, aunque no importa, ya que muchos igual no apagan sus teléfonos, no vaya a ser cosa… Nadie entiende nada, es lógico porque el absurdo está en la desconexión del texto con quién lo interpreta, pero quien lo interpreta es un héroe televisivo, alguien más, fagocitado por la dirección del mundo de la que repito, nadie escapa, nadie se salva. Y aplaudimos con fervor los gestos agradecidos del intérprete, y parece que aquí comenzara su verdadera actuación, ahora que la función ha terminado. Ahora que ya no necesita ponerle esa cadencia de aristócrata afeminado a un personaje que no resiste eso ni aún en un evento tal. Pero sigamos con lo que importa de verdad. Otra mujer llora cada vez que escucha cierta parte de la 7ª de Beethoven en su casa, de grabaciones bajadas de Internet, vaya a saber por cuántas orquestas. Pero un día, fijate que viene la filarmónica de Israel a la ciudad, y por supuesto decide ir a escucharla, y su interpretación de la sinfonía no le provoca nada. Pero nada. Qué está pasando. El espectáculo, ah… el espectáculo. Voy a decir pija para que se rían. (Silencio) Sigo.
Qué es el dinero, qué es el dinero aquí en el bosque se pregunta el Yo que es árbol y que es piedra. Y su misión es dejar de preguntarse también acerca de lo que es la convención. Acerca del amor ya hace rato que no se pregunta. Se escucha el correr del agua, shhh…shhh, ahí va, corre el agua, es un arroyo. Más piedras amigas, un aire fresco, la humedad fría, el musgo. La añoranza del viaje, hay transacción a todo nivel, es eso. Piedras amigas, ¿qué tienen para ofrecer? esa es la pregunta natural que retumba en las montañas. El sonido de la caja la desmiente; la pregunta es otra. Siempre es hombre, del hombre, aunque hable el sonido de la caja como un sonar de piedras en avalancha por la ladera del cerro, la pregunta viene del hombre.
Y un cóndor que sobrevuela a una altura imposible, pero ha de tener una vista extraordinaria para captar el detalle, la mancha de sangre, la distracción del cabrito. No hay escapatoria. Dos mujeres confiesan en bello contrapunto sus aficiones a determinada sustancia. Lo atractivo está en la anécdota. Y todo el alrededor late muerto; eso, un latido muerto o frío o blanco, como la noche. La noche que como la vida no se acaba, no pasa. Ahí, en busca de la semántica, una planta enredadera colgándose de las modas, de las tendencias, de las tecnologías, cree que sube, que busca el sol, quiere significar, agradar, compartir prejuicios, hacerse amiga. Falsa enredadera, la obra del artista.
El arroyo ahora es río donde unas mujeres se bañan, otras lavan la ropa. Voy por partes: unas mujeres de tez muy morena se bañan cubiertas con pareos de tela de un algodón muy suave, teñidos de vivos colores y dibujos como arabescos. Se bañan y se peinan con una gracia y un pudor en la hora que cae la tarde. Y quien tiene la oportunidad de admirarlas junto a los niños que gritan y juegan chapuzando, digo, quien tiene la suerte de presenciar la escena, se fortalece en un silencio emocionado.
De las lavanderas no voy a hablar, no, hoy no. Prefiero ver al niño que sale a matar, lo veo en un acto de arrojo, no calculado, al tuntún, pero con técnica, eso sí. Al auto atrapado en el semáforo. ¡Dame la plata! Asoman 100 pesos de la ventanilla, ¡Es para comer! No mata, el niño no mata esta vez. Come mierda cerca de la estación junto a su compañero más niño. Duerme en una calle por ahí, mañana tal vez vaya en busca de su madre o mate, no sé, no importa, mañana siempre hubo, pero el niño ya está muerto. Y la vida no pasa.
Otra vez la mujer del carrusel que saluda y sonríe. Y avanza, y habla sin mover los labios, y parece escucharse muy a lo lejos, casi en el límite de lo audible, eso de que no hay titiritero, que no existe tal cosa. Y el Yo devenido piedra, ya no árbol, internado en el bosque, en el fondo de un arroyo límpido, por más abstraído que parezca, digo la piedra, en el colmo de la humildad, de la inacción, no obstante se pregunta: “quién, qué, quién.” Y llora; en el fondo del arroyo, la piedra finalmente llora. Sí, después se oyen unos aplausos.

jueves, 12 de agosto de 2010

grises abetos

No puedo salir del bosque de Robert Walser. Hace días que vengo así. Me encontré con su pintor, poniéndole la cara a la lluvia. Lo seguí. Caminaba para cansarse. Extrañamente, no era sensible a nada; no se paraba ante nada. Sólo ante la fatiga. Estaba agobiado por la dulzura del amor. Pasó sin preocupación dos noches de tormenta. Luego le puso la cara al sol. Me acordé de su esfuerzo por pintarlo frío; indolente, tierno, pero frío. Y esto debido a su afán naturalista, puro; sí, eran otras épocas. Bueno, ni tanto. Quién no añora hoy un paisaje de bosque ininterrumpido, una vista sin ciudades. La cuestión es que el pintor necesitó caminar el bosque cual dromómano para su decisión: Dejaría a la condesa, dejaría la villa donde tan bien era acogido. La creación artística había quedado a un lado; él no tenía dudas, había sido desplazada por el amor. Mañana sería la partida. Mañana ha de ser.