Mañana en la playa. Espuma de yodo en la orilla. Kilómetros de arena antes de llegar al mar. Cien metros antes, en la parte todavía seca, un mantel color crema de vainilla, de muy fina fábrica se extiende sobre una mesa larga y angosta. Una guarda celeste finita cerca del borde. Sobre la mesa una fuente con frutas y un vaso con dos rosas. Es lo que pinta Antonio López, un hombre flaco de unos cincuenta años, que está nervioso y trata de calmarse mientras pinta en un canvas montado sobre un caballete de pintor.
El fondo que pinta en la tela difiere notoriamente del fondo real: tiene unos árboles hacia la derecha, unos pastizales en la orilla, unas montañas al fondo, que son el marco de un lago.
Pero aquí donde él pinta, es la playa, y lo que está más allá de la mesa es el mar, oscuro, picado, con olas que rompen hacia todos lados, no sólo en la más conocida dirección hacia la costa.
Mira el embravecido mar y pinta un quieto lago; mira el mar del sur y pinta un paisaje europeo. Espera ansioso y pinta; mira de reojo, mira hacia atrás, cada tanto. El mantel está sujeto con broches a la mesa donde se apoya la fuente con frutas (ciruelas color piel) y el vasito de agua con dos rosas.
A lo lejos hay un viejo galpón con los techos de chapa derruidos, una puerta de madera entreabierta. Parece ser donde todo ocurrió
Antonio López (pinta y se excusa).- La juzgo una maravilla. Vengan ahora y díganme algo. Claro, con esto les voy a dar tiempo; mírenla, disfrútenla, sí. ¿Qué les parece el vasito de agua? Y las rosas… a ver, dónde encontrarán esta palidez.
Naturaleza muerta con fondo de paisaje de lago.
Todo en el lapso que va desde que ella se alejó satisfecha en la oscuridad mentirosa del amanecer, y yo que iluminado fui y vine a montar la escena...
¿Dónde la han visto? Qué pueden decir. No corre ni una brisa. Los broches no se ven. Parece Suiza, el norte de Italia, ¿el sur de Francia? Cualquier lugar de Europa, da igual. Y yo estoy calmo, muy calmo. Un óleo que se seca con la rapidez del acrílico.
Yo no engaño, yo no digo la verdad. ¿Obra maestra? No, no. No digo tanto, pero quién lo va a notar, quién podrá decir lo que sólo yo sé. Y lo que no sé cómo fue sino sólo su resultado. Lo que se precipitó en mi improbable ausencia. Se los voy a decir, pero van a mirar este cuadro en proceso y ni se lo van a creer.
Cómo puede ser que mire el mar y pinte un lago. Esos árboles no crecen en América, y tienen casi doscientos años. Se nota la edad, no van a notar nada. Yo pinté esto en Europa, hoy. Y la niña fue semi-enterrada dónde.
Acá no se ve nada, pero ahí está. El mar la traería si no fuera un lago. Estos pastizales son testigos. Yo pinto in situ. Así y todo me encerrarán, lo sé. Tengo la coartada por lo que no hice y por lo que sí.
Su blusa transparente como los pétalos de estas rosas. Y el agua fresca y clara. Su olor a fresco algodón y una sangre tan límpida…
Me pregunto por el placer yo también. Para mí esa turgencia era nueva. Ambos embebidos de primeriza emoción.
Su sonoridad nasal. Si habló, juro que no lo recuerdo, aunque en mi cabeza retumbe el nombre Gricel. Sólo sus gestos deseantes. Su silencioso y activo entregarse. Un vaivén sutil entre contracción y dilatación.
Pero ahora, su cuerpo sordo ya atravesado por experiencia más violenta, todo en la misma noche; iniciática y terminal. La noche, que más que ver o escuchar, me permitió oler y tocar.
Ahora no hay más que yo y el paisaje. Aunque en mi paisaje no haya arena.
No busco que nadie me crea. Sólo que miren esta, mi pintura, y como ella, tampoco diré nada. Los sonidos sordos y su sonrisa de púber temeraria, vienen conmigo para siempre. Es alguien más quien se lleva el olor de su miedo y el placer del hachazo. Sin duda alguien más joven que mi piel ajada. Claro que esto es en vano que lo diga. No me queda otra que esconder y pagar. Recordar el contraste de su suavidad contra mis callos. Yo sentí a través de ellos, y confesaré tal vez mi eyaculación precoz, que le arrancó esa sonrisa indulgente y madura; porque seguro también disfrutó de la vergüenza en el rojo de mis mejillas. Eso nos igualó, nos volvió amantes.
No voy a llorar ahora, tampoco en mi encierro si me dan pinceles.
Si prestaran real atención a estas ciruelas, acaso entenderían la alegoría. Igual tampoco están tan logradas, pero me tengo fe de borrar toda cursilería con dedicación, si me dan el tiempo.
La pintaré también junto a su bicicleta celeste; me pintaré a mí junto a la ventana de mi cuarto de hotel, las cortinas flameantes… Retrataré nuestro primer cruce de miradas. Y dejaré que ustedes me digan lo que ven.
Pero cuándo, cuándo van a venir por mí, si ya estoy listo, o casi…
Practico mi calma, ensayo mi inocencia.
Tiemblo.