Me despierto junto con los otros ciento cuarenta y nueve. Me
vienen a ver todas las noches. Esperan siempre que repitamos lo que ya sabemos
hacer.
Esperan que escribamos o que hagamos fuego. Es lo que
sabemos.
Ya no queda tanta leña en el bosque. Me gusta esmerarme en
conseguir madera.
No es sólo esto.
Tengo bastantes cortes en la piel; heridas en varias partes
del cuerpo. Aquí por ejemplo. Es raro pero me gusta tenerlas. ¿Tatuajes
naturales? Adquieren formas de lo más
extrañas a veces, y bellas; en cualquier caso impredecibles. No, no es que me
las haga a propósito. (No, no es que me las haya hecho hoy) pero sí disfruto
todas las partes del proceso: la caminata en el bosque, la selección de la
madera, el riesgo, la carga al hombro, los accidentes. Porque claro, son
accidentes, (deben ser) y ese es el mayor placer: la experiencia del accidente.
Sí, hay mujeres entre los ciento cuarenta y nueve. Aclaro
esto antes de decir que todos aman las heridas propias tanto como yo.
Creo que miento.
Creo que quiero ser el niño que se calma escuchando reggae, “Buffalo
soldier” para ser más preciso. Por supuesto que quiero que la canción opere de
la misma manera sobre mí: me de sosiego cuando la madera me falte.
Ellos son guías y vienen todas las noches o así me lo
parece. Al menos las noches que recuerdo son noches con guías, con la espera de
los guías, la espera de que repitamos una vez más lo que sabemos hacer: el
fuego o la escritura, no hay misterio aquí…
He visto mujeres desnudas a
orillas del lago, (o tan solo con sus pareos) buscando el reflejo de sus
heridas. Las he visto también perfectamente ataviadas y con pequeños espejitos
a las horas de la siesta, aunque esta imagen no me atrajo tanto como la otra,
pero sí hacían lo mismo: buscaban el reflejo de sus heridas y eran orgullosas y
coquetas. ¡Qué gran hermandad!
En cuanto a los hombres, qué
decir, si son tan diferentes, pero eso sí, jóvenes y libres. Hay uno de ellos
que dice que la resaca no depende tanto de la cantidad de alcohol que se
ingiera sino de la calidad de la noche, de la compañía.
No se supone que hablemos o que
escuchemos, pero yo también me nutro en la dispersión, ¿no?
En fraternidad con el fuego y
como opción también -como dije antes- está la escritura. Se espera que
escribamos. Lo cierto es que en este campo vienen sobresaliendo las mujeres.
No, no quiero decir que esta sea
su tarea y la de los hombres el fuego y sus prolegómenos; simplemente vienen
sobresaliendo, repitiendo más a menudo, y es un hecho, un rasgo del momento
este.
En cuanto a mí, siento la
tosquedad de la lapicera, un vergonzoso contraste genera su entrelazarse en mi
mano. Contemplo con suma vergüenza. Y un peso concreto me dobla los hombros y
aplasta los párpados, me sume en el recuerdo de ancianos bocinazos y sonidos de
teléfono, y por ende me inmoviliza.
Pero los guías vienen y no les
importa nada de esto. Ojo, no les temo y puedo decir que son seres
encantadores. Nadie les teme, es sólo que… pueden respirar bajo el agua y eso
nos hace llorar. (Llora. Pausa.)
Perdón, pero imaginatelós saliendo del agua, seres anfibios y encantadores.
Algunos llevan gafas de sol y tienen unos penes pequeños y lustrosos, otros,
apenas unos montes de Venus bien redondeados y calvos. Son todos calvos, lampiños. Yo
los miro y no puedo evitar llorar.
(Llora.) Ellos nos sonríen con una sonrisa tan leve… y esperan. Se sientan
a esperar.
A veces me atrevo a picar un diente de ajo
para ellos. Sé de quien hasta les ha ofrecido alguna aceituna bien sazonada. Y
ellos -los guías- con increíble habilidad nos hacen sentir que todas esas cosas
aledañas no las hacemos más que para nosotros.
No hay nada que hacerle, ellos se
alimentan exclusivamente de nuestras repeticiones del fuego y la escritura.
Pronto llega la noche y seguramente verás a alguno asomando del agua. ¡Maravillosos
guías!
De los tipos de escritura, de las
técnicas del fuego de los ciento cuarenta y nueve nada diré. No esta noche.