lunes, 7 de junio de 2010

airbag y glifosato

Una voz me llama desde lejos y subo al auto. El sol de otoño a esta hora de la siesta da un tono ambarino a los costados del camino y al aire; mis ojos brillan I can tell, y se distraen con los bichitos incrustados en el parabrisas. Me gusta ir rápido. Mi auto es seda, y encima reproduce canciones de Palo Pandolfo. Todo lo que me envuelve es placentero, feliz y tonto. Decido anotar algo en mi anotador, la velocidad desciende, aunque no sea yo quien levante el pie, de 180 a 140. Entre pedazos de asfalto y metal recuerdo el sueño de anoche con una serpiente; después veo su cara sonriente: ella es rubia para mí; su hija y yo queremos que su pelo vuelva a su color natural, como si se escondiera un punto de quiebre a nuestras vidas en esa decisión. Me encanta esa tensión en sus labios al verme y esos pequeños suspiros que la alivianan apenas la beso. Es un lindo trabajo, ahí voy. Reboto sobre una bolsa de aire y caigo a los bellos campos de soja recién rociada. Ajá, esto es lo que debería decir en este momento… ¿Cómo será lo bucólico en cincuenta años?, ¿qué paisajes describirán los poetas? De todos modos, la última frase que anoté sobre el volante era esta: “muero de una muerte tan Light…”

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